UN CUENTO DE NAVIDAD

 
Arturo Prado Lima
 
Tenía los ojos cenizos. Dentro de ellos alguien dormía, una gata montaraz, un príncipe azul, una mariposa de luz, y también las huellas de la ilusión de perseguir a su hermana por las calles de la Vieja Europa. Sentada bajo la sombra de un laurel centenario, apoyaba su estatura en su fusil.  Sus cuatro costados aludían a su gran feminidad de tierra pensativa.
Por detrás de sus ojos, que entes fueron raíces y memoria, bajaban sin cesar riachuelos alegres descolgados de las cretas del cielo. Se llamaba Manuela, había nacido en el sur de Colombia, por la época dorada de los contrabandistas, un 24 de diciembre, y a los 16 años, también un 24 de diciembre, se había incorporado al frente de guerra. Nadie supo a ciencia cierta los motivos de esa incorporación obsesiva y temprana. Aunque las necesidades básicas las cubrían sus padres, el objetivo era abandonar la casa.
Una de sus hermanas mayores le había dado un contundente ejemplo: una tarde cualquiera, decidió irse a vivir a Madrid. Manuela la extrañó y quiso seguir sus pasos a pesar de las noticias de las mal vivencias de los inmigrantes en la Vieja Europa.
Para no perderla, sus padres le ofrecieron el cielo y la tierra, las cosas juntas para evitar sorpresas. Pero un día de navidad desapreció de su casa. La buscaron aquí y allá, dentro y afuera, en lugares pasados y futuros. Su hermana juró por carta y teléfono que no había llegado a Madrid. Entonces la lloraron día tras noche hasta que encontraron las primeras pistas, y después de las pistas también.
La guerra se había intensificado en el sur y sus secuelas eran evidentes en todas partes. Se hablaba de reclutamientos masivos por parte de los bandos armados. Su madre lo había sospechado desde el principio. Guiada por su instinto materno, acompañada de su esposo, se internaron en la selva imprevisible en busca de uno de los campamentos de la resistencia armada a las tropas gubernamentales.
Cuando la encontraron, Manuela había cumplido los 18 años y ya había salido airosa de varios combates a muerte con el enemigo, con el futuro y con un amor de guerra más grande que la guerra misma. Querían que regresase a casa, pero no sirvieron amenazas, súplicas, promesas y hasta chantajes. Entonces decidieron convertirse en su sombra. Su madre, al principio, no quería ni siquiera mirar el fusil de Manuela pero quería administrar las emociones de guerra que Manuela no quería soporta. Su padre callaba.
Con el tiempo, se fueron acostumbrando a todo. Aprendieron a armar y desarmar el arma de guerra, pero sin dejar de presionar por la vuelta a casa. El comandante del Frente de Guerra no tuvo corazón para enviar por la fuerza a los progenitores de una de las guerreras más valiosas del sur. “La decisión es suya”, fue su contundente respuesta.
Su padre se acopló a traer la leña, el agua, incluso a prestar guardia, y también mantenía la presión sobre Manuela para que abandonase la guerra u regresase a casa. Años después, la guerra había arreciado y el Frente de guerra resistía impasible desde las montañas de la costa. Para entonces, tanto Manuela como sus padres habían aceptado las direcciones contrariadas de  sus propios destinos. Solo el 24 de diciembre de todos los años y para siempre, ellos se encontraban en la casa o en el Frente de guerra, porque la navidad era una forma de nacer todos los años de sus vidas.

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