Otra vez no. Cruzaré los dedos para que no sea. Seguro que se habrá dormido, seguro que estará en la cocina preparándonos el desayuno y se ha despistado. Seguro que estará esperándome. Ay por favor, por favor, que esté en la cocina. Otra vez no. No puede ser otra vez. Todo estará bien. Estará en la cocina. Estará en la cocina. Dedos cruzados, dedos cruzados, dedos cruzados…
Se despertó sobresaltada porque la luz del sol le daba en los ojos y pensó que debía ser tarde. Era tarde. Tarde para llegar al colegio, tarde para empezar un nuevo día llena de ilusión. No sabía que aquella hora de ese lunes iba a marcar su futuro en poco tiempo.
Saltó de la cama como un rayo y salió de la habitación.
— Mamá. —Esperó—. Mamá —dijo alzando la voz, pero no obtuvo respuesta.
Llegó a la cocina, pero mamá no estaba allí. Solo con echar un vistazo comprendió que todo había vuelto a repetirse y que su madre estaba otra vez sumida en un profundo sueño. Otra vez en aquella mierda. Nada podría despertarla hoy hasta la tarde. No habría manera de levantarla de la cama.
Dio un suspiro de dolor y rabia y se dirigió a la habitación de mamá a comprobar por ella misma todo lo que ya suponía, lo que ya había visto otras tantas veces. El mismo espectáculo bochornoso y patético de tantas otras mañanas había vuelto a repetirse.
Mamá estaba tirada al lado de la cama con un vómito cerca de su cara. El olor era nauseabundo: la consabida mezcla entre destilería y ácido que tiraba para atrás. La botella de ginebra se encontraba todavía prendida de su mano. Vacía.
—¡Mamá! ¡Mamáááááá! Levántate, venga, vamos. Hay que despertar a Sandra. Tenemos que ir al colegio. Hay que llegar antes del recreo. Por favor, levántate, date una ducha, verás como te encuentras mucho mejor. Luego te vistes y nos vamos al cole. Yo iré despertando a la niña. Desayunaremos rápido y sin hacer ruido; no te preocupes, no te tendrás que enfadar. Por favor, mamá. ¡Levántate, por favor!
Mamá no contestaba y apenas se movía. Tan solo emitió un gruñido apenas audible.
Un grito se escapó de la boca de Violeta: “¡Mierda! No puede ser. No puede ser…”. Lo repetía como un mantra mientras intentaba pensar a toda velocidad. Esta vez estamos en un buen lío.
Cerró la puerta de la habitación de su madre y se fue disparada a levantar a su hermana. Sandra tenía siete años. Era aún muy pequeña para entender nada de todo lo que pasaba en aquella casa. Siempre acababa dando la razón a mamá. Era horrible. Tendría que mentirla una vez más.
—Vamos, Sandra; levántate, dormilona. —Su voz intentaba sonar divertida y despreocupada para que su hermana no notara ni un ápice de problema.
—¿Qué pasa, Violeta? ¿Qué hora es? —preguntó Sandra medio dormida. Era lunes y a ella le costaba especialmente desperezarse ese día porque los fines de semana solían ser muy ajetreados y dormía poco.
—Venga, levanta. Mamá no se encuentra bien y tenemos que irnos al colegio deprisa. Nos hemos dormido. Es tarde. Tú te levantas y te vas vistiendo y yo voy preparando el desayuno, ¿vale?
Mientras intentaba que todo sonara bien, iba abriendo el armario de su hermana para sacarle algo de ropa. No había tiempo que perder. El director había dicho que si llegaban de nuevo tarde tendría que pasar el informe a los servicios sociales sin remedio. Ya no podían tener manga ancha con su madre por más tiempo. Parecía haber consumido todas sus oportunidades.
Por fin Sandra llegó a la cocina con una cara contraída y ojos tristes, lo cual demostraba que se había pasado por la habitación de su madre y había contemplado el cuadro por ella misma.
—¿Qué le ha pasado esta vez? —preguntó Sandra mirando a su hermana con una mezcla de tristeza e incredulidad poco común para una niña de su edad.
—Nada, no sé. Estaba esperando a que la llamara Alberto cuando yo me acosté. Parecía estar bien. Tú date prisa y vámonos al cole, que si no será tardísimo y el director nos pillará.
Se levantaron de la mesa con la cara compungida. Se pusieron el abrigo, cogieron sus mochilas y se marcharon camino de la escuela. Cerraron la puerta tras de sí. No sabían que aquella sería la última vez que dormirían y desayunarían en aquella casa.
VICTORIA ALONSO GUTIÉRREZ
Del libro “Relatos indisciplinados”.
Tregolam, Madrid 2020.