Se nos presentan en el panorama unas vacaciones sin dejar de tener presente el fantasma del coronavirus acechando en cada esquina, pues aunque la incidencia en las hospitalizaciones no es muy grave, no parece que la nueva situación sin estado de alarma y con la nueva variante delta sea para echar las campanas al vuelo.
Es de entender que el ritmo de vacunación y la necesidad de esparcimiento de determinados sectores —como la gente más joven, para la que salir y relacionarse resulta vital para su salud mental— puedan tener como efecto cierta relajación, pero el problema sigue ahí, dificultando todavía cualquier actividad: el trabajo, los negocios y el contacto con otros.
Esperamos que este verano y la vuelta del mismo nos vayan bajando la tensión, podamos dar un salto nuevo y hayamos aprendido algo con esta pandemia convertida en crisis económica, humana, de salud física y psicológica. Esta continua necesidad y carestía nos ha puesto en contacto con nuestra propia vulnerabilidad, y ha sacado lo mejor de nosotros en cuanto a la respuesta de las personas ante los que estaban escasos de recursos, de alimentos y de calor y afecto. Pues uno de los problemas agravados en esta crisis de la pandemia, que pese a lo poco comentado sí se percibe con fuerza, es el de la soledad.
Desde luego no estamos acostumbrados a la amenaza, a que nuestra vida esté en peligro. Esto solo se veía cuando uno viajaba a otros continentes, por ejemplo África, donde el problema de la malaria es endémico y se vive permanentemente con la psicosis de coger esa enfermedad, no poderla curar y morir cientos de ellos todos los años, teniendo en cuenta que allí los más afectados son los niños.
Parece ser que los problemas que se viven desde siempre en otros lugares ahora nos afectan a nosotros. Seguramente eso nos ayude a sentir más de cerca a esta gente que sufre, que nos parecía tan lejana.